sábado, 23 de octubre de 2010

FELICIDADES A TODOS LOS VOTANTES




Muy buenas a todos,

Por primera vez escribo algo en este blog que no es una historia de ficción. Y lo hago para agradecer a toda la gente que me ha estado votando durante el último mes en el certamen Universo The Lunes.
HEMOS GANADO. Y digo hemos, por que mi mérito es más bien pequeño, o al menos limitado. Sí, el texto es mío, pero nada hubiera conseguido sin la riada de votos que me han llevado a la victoria. Casi setecientos, ahí es nada.
Todos habéis puesto vuestro granito de arena, familia, amigos, pero, en especial, tengo que acordarme de mi Susana otra vez. A movilizado a todas sus amigas de baile, recepción, etc. para que me votasen, y ellas, se ven que te quieren niña, han sido fieles hasta el final. Muchas gracias, majas.
Por supuesto agradecer a la gente The Lunes por su iniciativa y por el premio. Vuestra revista cultural está llena de originalidad y de buen rollo. Si no existierais habría que inventaros.
Sin más, que para variar me enrollo. La verdad es que es una sensación estupenda pensar que uno ha ganado un certamen. Eso ya no me lo quita nadie.
GRACIAS A TODOS. EZKERRAK GUZTIOI.

domingo, 3 de octubre de 2010

LA SEÑORITA CAM

La señora Cam era una cama algo gruñona que vivía en una bonita casa. Cuando sus dueños la hacían antes de irse, le colocaban encima a varios peluches, que, en cuando se veían solos, se ponían a jugar. Aquello no le hacía ninguna gracia a la señora Cam, con lo que se pasaba el día regañándolos. La razón por la que era tan gruñona era porque, aunque podía hablar con los peluches, no podía moverse como ellos.

Una tarde cuando, por mediación de Fira, una perrita juguetona a la que le encantaba mandar, empezaron a jugar a peleas, ocurrió un accidente imprevisto. En plena batalla peluchera, Toni, un osito muy amistoso, se cayó de la cama. Cuando ya se preveía alguna costura rota, un almohadón que estaba encima de la cama cayó al suelo amortiguando la caída.

-Gracias, amiga- le soltó Toni sonriéndole, mientras volvía a subírsele encima. La señora Cam comprendió que había sido ella la que había tirado aquel almohadón presa de la angustia. Pronto comenzó a practicar, y al poco tiempo aprendió a mover las cosas con facilidad. Enseguida prefirió jugar con los peluches en vez de gruñirles. Les hacía casitas y montañas con las sabanas para que jugaran, columpios, y… en fin, todo lo que se les antojaba para que cada día fuera diferente. Y así vivieron felices, y comieron galletitas chocolateadas, que como todo el mundo sabe es lo que más le va a la peluchería.

MARIA



CAPÍTULO I


Vuelve a mirar de reojo a su esposo. El corazón le late con fuerza, lleno de nerviosismo y expectación. Él, sintiendo su inquietud, le aprieta la mano con dulzura, mientras una tenue sonrisa se dibuja en su rostro. Ella sonríe también, insegura, mientras cierra los ojos y posa su mano derecha sobre la de él, antes de que éste la retire. Necesita más que nunca su contacto.

Respira hondo e intenta relajarse. Le basta con tenerle cerca para sentirse mejor. Junto a él la duda se convierte en certeza, el nerviosismo en seguridad. María lo necesita a su lado siempre que la vida tiembla a sus pies, y por desgracia, ése es un sentimiento habitual en los últimos tiempos.

Él es un hombre especial. Dios lo ha obsequiado con multitud de dones. Entre ellos, aquella extraña calma que le acompaña siempre. En torno a él todos los hombres se vuelven razonables, todas las personas se respetan. Su oratoria, siempre calma, siempre exacta, hace que las almas de sus seguidores se apacigüen.

Hoy su semblante transmite la misma armonía de siempre, a pesar de que en breves momentos va a provocar un auténtico terremoto con sus palabras en la reunión del consejo. Por desgracia, no es el primero que genera en las últimas fechas; y la razón siempre es ella.

Suspira con desazón, sintiendo que la angustia vuelve a embargarla. La ansiedad por que todo ocurra de una vez. Para paliar la espera, busca fuerza en los recuerdos, en los hermosos días que cambiaron su vida para siempre. Deja que su mente viaje hacia atrás en el tiempo, hasta el momento en que le conoció…

********

Hacía dos meses que había llegado a Judea desde Etiopía, formando parte de una caravana de mercaderes de especias. Su padre, un comerciante viudo desde hacía tres años, la llevaba con él en sus viajes. Compartían carro y, para su desgracia, cama. Desde el día en que su madre murió, debido a una picadura de escorpión, papá había decidido visitar su lecho para sustituir la ausencia que dejó su esposa. Todos los días. Durante tres años.

Aquella pesadilla se acabó allí, en Jerusalén, cuando un tumulto después del mercado hizo que perdiese la compañía de su progenitor. Primero lo llamó a gritos, preocupada, buscándolo entre el gentío. Luego, poco a poco, incluso cuando su voz y sus ojos seguían buscándole, su corazón, desde su encierro debajo de aquella costra de indolencia que le cubría, empezó a gritarle que se alejara, que huyera. Sin apenas ser consciente de ello, giró sobre sus pasos, y, como un bebé que comienza a caminar, fue distanciándose de una manera torpe, dubitativa. Luego, y una vez que la seguridad retornó a sus piernas, la velocidad fue aumentando a la vez que las lágrimas afloraban al exterior como un torrente. Tenía muchas horas de lágrimas retenidas.

No supo cuanto corrió, ni lo lejos que le llevaron sus pasos, pero cuando más tarde se paró a descansar en el soportal de una callejuela y asumió la huida, le embargó un sentimiento de liberación tan intenso que hizo que le temblara todo el cuerpo. Allí mismo se juró en silencio que nunca volvería a permitir que nadie abusara de ella.

La ilusión de los primeros días se transformó en desencanto en cuanto intentó ganarse la vida en aquella nueva tierra. Nadie quería cobijar a una extranjera de tez oscura. No le quedó otra opción que salir adelante de la única manera que le había enseñado su padre: Utilizó su cuerpo. Guardó aquel manto indolente para cubrir su corazón durante el tiempo en que se ganaba el pan. No permitiría que le afectara. Paciente, se quedó a la espera de que la vida le sonriera.

Pasaron varios meses, hasta que por fin la suerte pareció cambiar para ella. Todo ocurrió una tarde soleada de primavera, al pasar por una callejuela estrecha camino del mercado. Él paseaba, tranquilo, con aquella calma que con el tiempo acabaría conociendo tan bien. Ella se acercó, seductora, buscando clientela, hasta que él la miró a los ojos. De repente, el mundo dejó de existir a su alrededor; el tiempo se paralizó mientras se perdía en aquella mirada llena de bondad y armonía. Después, una sonrisa se dibujó en el rostro de aquel hombre desconocido, y todo volvió a cobrar vida.

Al verle sonreír, María sintió que una alegría desbordante la inundaba. Una carcajada llena de vitalidad salió de su garganta, casi sin quererlo. Él la secundó, y así estuvieron, durante minutos, riendo sin control. Una risa alegre, sincera; pero sobre todo una risa limpia, pura, inocente como la de dos niños jugando al sol de aquella ciudad maldita.

– ¿Cuál es tu nombre, mujer? –le preguntó él, mientras se secaba las lagrimas.

–María –le respondió ella. Y añadió, como si sintiera la necesidad de justificar su cuerpo de ébano –. Vengo de Etiopía, de la región de Magdalia.

Él la observó serio, y por un instante su semblante se ensombreció. Sus, ojos, escrutadores, se llenaron de compasión, como si con una sola mirada adivinara todo el sufrimiento que ella había padecido.

– Yo soy Jesús, María. Soy de Nazareth, aunque de donde vengo y el lugar donde me concibieron mis padres no es importante. Tampoco el color de mi piel ni el sexo con el que nací. De hecho, lo que haya ocurrido hasta hoy en tu vida debe dejar de atormentarte. El pasado sólo sirve para llenarnos de experiencias, y para aprender de los aciertos y de los errores. Es el ahora, bella mujer, y lo que esté por venir lo que nos tiene que ocupar. Como pensamos vivir, de que forma y manera, y sobre que pilares. Sobre que estamos dispuestos a cimentar nuestras vidas. Y yo te digo, María de Magdalia, que el pilar más fuerte sobre el que nos podemos apoyar para vivir una vida plena y feliz es el amor. El amor que seamos capaces de dar y recibir ahora, y en el futuro, y lo que estemos dispuestos a hacer con él. La compasión y el amor que estemos dispuestos a dar serán los que nos juzguen, y los que nos den la posibilidad de ser felices.

Después él la invitó a que le acompañara en su paseo, y ella aceptó gustosa, sin saber bien lo que le depararía el futuro, pero segura de que había encontrado un hombro sobre el que apoyarse. Desde entonces, así habían seguido, paseando juntos por la vida. Riendo, llorando, pero sobre todo, amándose, física y espiritualmente.


CAPÍTULO II


Él le enseñó a amar al prójimo, pero sobre todo le enseñó a amarse a sí misma. Jesús estaba de paso en Jerusalén para celebrar la pascua judía, con lo que a los pocos días volvió a la Galilea donde peregrinaba y vivía. Junto a él viajó María, instalándose juntos en Nazareth. Al poco tiempo de conocerlo, empezó a asimilar y asumir lo que aquel hombre representaba en realidad para su comunidad. Vivían en una Palestina ocupada por los romanos, y él, junto a su gente, vivía para que aquella plaga abandonara la tierra de sus ancestros, en el nombre de Dios, y desde su obra.

Discípulo de Juan el Bautista, desde el inicio de su adolescencia Jesús se mostró como un gran estudioso de la Torah y como un magnífico orador. Con el tiempo las distintas ramas del judaísmo, los fariseos, esenios y saduceos, intentaron acercarse a él como el pujante rabino en el que se estaba convirtiendo. Él prefirió no decantarse por ninguna, manteniendo su propia autonomía. Su distanciamiento de las distintas familias religiosas fue inversamente proporcional al crecimiento de sus adeptos. Pronto, y prácticamente sin quererlo, se había convertido en una corriente alternativa.

Según la tradición hebrea, un descendiente directo de David surgiría para liberar al pueblo. La invasión romana de Palestina había hecho que gran parte del pueblo esperase la llegada de este Mesías, del Cristo del que hablaban los profetas antiguos. Pronto, sus seguidores comenzaron a denominarse ellos mismos como cristianos, los seguidores de Cristo. Todo aquel personalismo horrorizaba a Jesús, pero de alguna manera, y siguiendo el consejo de Pedro, lo había aceptado como un mal necesario.

Pedro. El amado por Jesús. Su mano derecha. Su preferido. Aquél que le acompañaba desde su época de aprendizaje con el Bautista, y el que, junto a Santiago, el hermano menor de Jesús, había recorrido todo el trayecto junto a él. Pedro, el cerebro gris del trío. Él fue el primero en sentir la fuerza que emanaba de su amigo. No tenía su capacidad para mover a las masas con sus palabras, pero era el que de manera inteligente guiaba los pasos del grupo en aquel trayecto de aprendizaje vital y doctrinario.

El amor y el respeto eran mutuos. Pedro veía en Jesús el advenimiento de Cristo. Jesucristo, le empezó a llamar después de aquel memorable día en el desierto. Aquella tarde sus seguidores se hicieron legión. Muchos curiosos se acercaron para escuchar a aquel joven rabino que tanta expectación creaba, y volvieron a sus casas sintiendo que el Mesías había llegado. Aquello sí que era un milagro. Llegó allí con un pequeño grupo de incondicionales y salió en un baño de multitudes.

El amor y respeto eran mutuos. Eran. Hasta que Jesús empezó a hacer cosas que no comulgaban con la visión del mundo de Pedro. Mientras el Mesías se había ido dejando seducir por los placeres mundanos, él había seguido estudiando, buscando una explicación a la palabra de Dios, intentando generar su propia interpretación que los distanciara de los demás grupos. Intentó aprender de las distintas ramas y absorber aquellas ideas que le parecían interesantes de cada una. De los esenios vio el celibato como algo bueno, ya que los placeres mundanos eran los que nos alejaban de Dios. No había que olvidar que fue Eva la generó la exclusión del paraíso. Cuando se lo planteó a Jesús, éste, con bonachonería, se rió de él, argumentando que seguir la palabra de Dios no era pretender acabar siendo una piedra en mitad del camino, sin sentir ni padecer.

“Nuestro intelecto no tiene que hacernos olvidar que somos de carne y hueso, y que nuestras necesidades tienen y deben ser cumplidas. Si todos hiciéramos eso, querido hermano, la raza judía desaparecería en breve.”

Pedro argumentaba que sólo los hombres santos debían llevarlo a cabo, pero su amigo le replicó que en donde estaba entonces la gracia de serlo, mientras le abrazaba y le llevaba hasta su casa a tomar un buen vaso de vino “lo único bueno que los romanos han traído hasta Palestina”. Todos sus esfuerzos por seguir profundizando en la palabra de Dios empezaron a chocar con la aparente indiferencia de Jesús. “La doctrina final es el amor al prójimo, todo lo demás no es más que intentar complicar algo que es tremendamente sencillo”. Su distanciamiento se fue produciendo poco a poco, pero sin retorno. Cuando su amigo le presentó, lleno de orgullo a Maria Magdalena, aquella mujer de raza negra, extranjera y de pasado más que dudoso, Pedro se horrorizó. El Mesías tomó en matrimonio a una no judía, a una infiel, que a pesar de su conversión religiosa no dejaba de ser indigna del suelo sagrado que pisaba. Una vez aquella mujer sibilina se instaló en la vida de Jesús, él fue saliendo de ella paulatinamente. Y aquella noche, la gota que había colmado el vaso se había producido. En aquella reunión del consejo, Jesús había anunciado que a los doce que formaban el núcleo de la secta se iba a unir una decimotercera persona. María. Según él, ella tenía el corazón puro que haría que las decisiones del grupo fueran más acertadas. La sentó a su derecha, relegándole a él a la izquierda. A la siniestra. La de los olvidados.

CAPÍTULO III


Esperó hasta bien entrada la madrugada para salir de casa. Se abrigó con un manto que le protegiese del frío y le escondiera de las miradas curiosas. Luego, con paso decidido, se dirigió hacia la zona oriental de la ciudad.

Había pasado tres días y tres noches ayunando en el desierto, meditando, y pidiéndole a Dios consejo y fuerzas. Por fin, la última noche, el Señor se le apareció, le miró a los ojos y le habló durante un tiempo que a él le pareció eterno. Una vez acabó, le besó en la mejilla en señal de perdón. Después le bendijo, y sin previo aviso desapareció tal como había llegado. Él lloró, pues no deseaba hacer lo que le reservaba el destino. Dios le estaba poniendo a prueba, como hizo con Abraham, con la diferencia que él sí debería cumplir sus deseos.

Se estaba acercando a su destino. Aminoró el paso, prudente. Llamó con la contraseña previamente convenida, y con la oscuridad de cómplice, entró en la casa sin ser visto. En cuanto se cerró la puerta, una sombra se le echó a los pies. Él con paciencia, lo levantó, pidiéndole que encendiera la lumbre. Estaban a salvo de miradas indiscretas. El hombre le obedeció sin pestañear, mientras nervioso balbuceaba sobre la injusticia que el Mesías había hecho con él en la reunión del consejo. Suavemente, aunque con firmeza, lo asió de los brazos y le hablo con calma, mientras le miraba fijamente a los ojos.

–Judas Iscariote, mi querido amigo. Dios nos pone a prueba. Desde que te conocí supe que eras especial, hijo mío. El Señor se me ha aparecido y me ha dado un mensaje para ti. La mayor y más terrible de las misiones te ha sido encomendada…

En cuanto acabó de hablar, vio en los ojos de su amigo que haría la palabra de Dios, y se marchó tranquilo de vuelta a casa. Judas era su mejor camarada dentro del consejo. Él había sido su mentor, y sabía con certeza que haría cualquier cosa que le pidiera. Pedro no encandilaba a las masas como Jesucristo, pero también contaba con sus dotes de persuasión. Los que le daba la palabra de Dios.

El Señor le había confirmado la peor de sus sospechas. El Mesías había sido seducido por el diablo y sólo había una manera de salvarlo. Tenía que morir para, uniéndose a Dios, exorcizar y expulsar de su alma a Satanás. También le había hecho ver que aquella aborrecible labor la debía llevar a cabo otro, mientras a él le reservaba otras obligaciones más importantes. Alguien tendría que propagar la palabra de Jesús por el mundo, dar a conocer su infinita compasión y amor. Su rebaño necesitaba un nuevo guía que le llevara por el buen camino en aquellos momentos de zozobra. El mensaje era claro: Expandiros por el mundo y llevar la verdad de Cristo con vosotros. Cantad las alabanzas de Jesús, el Mesías que dio su vida para salvar la nuestra. Él, Pedro, tendría el más importante de los destinos. Viajaría a Roma para, desde el centro del mundo pagano, propagar la palabra de Dios y fundar la iglesia de Cristo, que para entonces estaría sentado a la derecha del Padre, y que le miraría con todo el amor que le profesaba antes de la llegada del diablo a su vida. Tembló al pensar en Belcebú, el ángel caído. Él mismo había sentido su influencia, la atracción que era capaz de generar. Tendría que esperar a que todo ocurriera, pero una vez Jesús hubiera ascendido al cielo, él se vería obligado a ocuparse de aquella furcia diabólica. Tendría que borrar su presencia de la vida de Cristo, para que nada emborronara al hombre santo. Y para ello había que comenzar haciéndola desaparecer a ella…

********

María observaba en silencio el Mediterráneo desde el puerto de Alejandría. El mar le transmitía una calma de espíritu que la hacía sentirse triste y feliz al mismo tiempo. Triste y feliz porque le recordaba a él. Sonrió, ensimismada. En realidad todo le recordaba a él. Hacía cinco años desde su muerte, pero en todo aquel tiempo no había hecho otra cosa que echarlo de menos.

Lo recordó en el Gólgota, a punto de expirar. Su última mirada fue para ella, y la última de sus sonrisas. Desde entonces la veía todas las noches, antes de acostarse. La tenía grabada a fuego en su cabeza, y en su corazón.

Fue José de Arimatea quien bajo a Jesús de la cruz y el que la llevó a ella, semiinconsciente, a su casa. José era tío de Jesús, y su tutor desde temprana edad después de la muerte de su padre. Era un hombre eminente, de posición acomodada, pero decidió abandonarlo todo por él. Después de enterrarlo, cumplió el último deseo del Mesías. Una semana después, una vez María se había recuperado ligeramente de toda aquella locura, la despertó al anochecer y se la llevó lejos de todo aquel odio.

Viajaron durante semanas hasta que llegaron a Egipto, donde habían pasado los últimos años. Él fue el que le advirtió de la mano negra que se cernía sobre ella. Pedro. El bienamado había suplantado a Jesús en el mando de los cristianos y negaba los esponsales que les habían unido en matrimonio.

Una pequeña mano se asió a la suya en la oscuridad. Una sonrisa iluminó su rostro en cuanto vio a su niña. No, nadie podría separar sus almas después de todo. En breve llegaría José con otros cristianos afines y juntos cogerían un barco que los llevase hasta las costas francesas. Los tentáculos de Pedro eran alargados y la llegada de nuevos cristianos huyendo de la persecución romana habían puesto en guardia a José. Todos ellos la miraban con recelo, incluso algunos se atrevían a llamarla “ramera del diablo” a sus espaldas. Sentía odio hacia aquellas personas que le hacían huir de nuevo, después de todos los esfuerzos que habían llevado a cabo para fundar una comunidad cristiana en aquellos parajes. Pero lo primero era la niña. El santo grial, el alma de Jesús resucitado. La semilla nacida de su amor, concebida justo antes de la traición. De su supervivencia dependía que todo aquello siguiera adelante. Que la sangre de Cristo no se perdiera olvidada en los recovecos de la historia.

jueves, 1 de octubre de 2009

EL AVIÓN QUE NO SABÍA VOLAR SOLO

Cada vez que Roberto se montaba en un avión experimentaba una secreta satisfacción. Un agradable hormigueo le recorría la columna vertebral mientras esperaba nervioso el momento en que sus pies ascendieran hasta los diez mil metros de altura. Desde pequeño había sentido fascinación por volar, hasta el punto de que sus mejores recuerdos eran los de los días que su padre le llevaba a una pequeña campa al lado del aeropuerto para ver como despegaban y aterrizaban, en palabras de su progenitor, aquellas “cafeteras voladoras”. Pablo, su padre, nunca llegó a montar en uno de ellos, y era el deseo de lo inalcanzable, el precio de un viaje en avión en aquella época estaba totalmente fuera del alcance de su bolsillo, lo que le generaba aquella atracción.
Roberto heredó aquel anhelo, hasta el punto que con los años y su esfuerzo aquel deseo infantil acabó haciéndose realidad. Cuando llegó el momento, entro en la escuela de aviación y se hizo piloto de líneas aéreas. Paso de ver con ojos de niño las maniobras de aquellos enormes pájaros de acero a llevarlas el a cabo el mismo. Como le gustaba recalcar, era de los pocos afortunados que compaginaban trabajo y diversión en una actividad.
En aquella ocasión, en cambio, era un simple pasajero. Se acaba de casar, e iba de viaje de novios a Cuba. Él había estado en multitud de ocasiones en la isla bonita, no así su mujer. De hecho, era la primera vez que ésta iba a viajar en avión. La ilusión que veía en los ojos de su Trini le emocionaba, y le traía recuerdos y añoranzas de tiempos no tan lejanos.
El retraso de dos horas dibujó una sonrisa cómplice en su cara mientras el resto de pasajeros, airados, protestaban por la tardanza. La explicación fue confusa. Parecía que había habido problemas técnicos en la nave que estaba prevista para el viaje y la habían sustituido por otra.
Cuando les llevaron desde la terminal hasta el avión en autobús le sorprendió su aspecto. No sabía si por la falta de luz, era ya de noche, pero le daba una imagen de poco cuidado. No le pareció normal en la compañía, Air Panda, en la que había pilotado en infinidad de ocasiones y le parecía una firma seria. En cuanto entraron la sensación distó mucho de mejorar. El interior no se veía mejor. Los asientos estaban con los apoyabrazos en mal estado, televisiones que no funcionaban, y audios defectuosos. Una de las azafatas que le reconoció, no en vano habían tenido algún escarceo amoroso en el pasado, poniendo cara de circunstancias, le dijo aquello de “ya sabes, la crisis”.
A su mujer, que no estaba habituada a las comodidades de aquellos aviones transoceánicos, nada de aquello le llamó la atención. Hasta la revista del avión, propaganda pura llena de artículos inútiles a precios desorbitados, le encantaba. Empezó a ojearla, mientras era incapaz de borrar aquella sonrisa de colegiala de su cara. A Roberto se le caía la baba por momentos mientras la observaba. Intentó borrar de su mente aquellos contratiempos, y, teniendo en cuenta que la noche de bodas había sido larga y cansada, se acomodó en su asiento, al que por cierto le fallaba la reclinación, y se quedó dormido en el acto.
El ruido que le despertó tres horas después hizo que el terror le asaltara por primera vez en su vida dentro de un avión. Un ronroneo suave, pero persistente, salía de la turbina izquierda. Su ubicación, justo al lado del ala, y sus conocimientos profesionales, le hicieron ver enseguida una verdad espeluznante. Aquel motor estaba a punto de pararse por un fallo eléctrico. Mientras intentaba calmarse, observó al resto de pasajeros. Nadie más parecía ser consciente de la situación, ya que a su alrededor la gente charlaba animadamente. Sin dudarlo, tomó una rápida decisión. Su instinto de piloto sustituyó con rapidez a aquel pánico de recién casado. Con paso firme se dirigió a la cabina de mando. Quería conocer de primera mano la situación del avión.
Al pasar por el espacio destinado al descanso de las azafatas le sorprendió no encontrar a ninguna de ellas en sus puestos, pero siguió hacia delante. Su objetivo era hablar con el capitán. Abrió la puerta de la cabina sin dificultad, y entró con decisión en el pequeño habitáculo. Su aplomo volvió a hundirse en cuanto puso un pie en la cabina. No encontró a nadie. El avión volaba con el piloto automático a una velocidad y altura constantes y controlada tan sólo por el ordenador de a bordo. Una luz roja intermitente anunciaba el fallo del motor izquierdo. El derecho funcionaba a pleno rendimiento soportando una sobrecarga. Según el ordenador esta situación sólo podría mantenerse por otra hora como mucho, después el motor derecho empezaría a mostrar síntomas de alarma y a reducir su capacidad actual.
Roberto volvió sobre sus pasos buscando a alguien de la tripulación mientras el pánico de recién casado volvía a abrirse paso por momentos. Fue en vano. Tampoco encontró los chalecos salvavidas. Sospechando lo insospechable se sentó en la butaca del capitán dispuesto a pilotar, a hacer lo mejor que sabía hacer en la vida.
Dentro del avión el resto de los pasajeros empezaban a impacientarse. Sus reiteradas llamadas a las azafatas no recibían ninguna respuesta. Algunos se levantaban de sus asientos y recorrían los pasillos, otros alzaban la voz. Cerca de uno de los servicios varios pasajeros hablaban quejándose del servicio sin percatarse de la realidad que estaban viviendo. Viajaban en un avión en el que la tripulación en pleno había desertado. Sin duda, el no tener el periódico preferido o el que no les proporcionasen la mantita de rigor era el menor de sus problemas… y estaban a punto de descubrirlo.
Trini dormitaba en su asiento. Era su primer vuelo y viajaba tranquila y segura. “¿De qué tengo que preocuparme?” le había dicho en bromas a Roberto antes de embarcar “Mi marido es el mejor piloto del mundo, chaval”.
Roberto manipulaba los mandos lo mejor que sabía pero era consciente que esa situación no era estable y que el tiempo corría en contra de él. Unos minutos antes había juzgado duramente a los pilotos y a las azafatas por haber desaparecido dejando el avión en manos del destino, pero ahora, viendo como se complicaba todo, empezó a pensar que era más que razonable intentar salvarse y salvar, desde luego, a su Trini.
Sin más preámbulo su mente tomó una decisión. Recuperando la seguridad, se dirigió a buscarla. En el recorrido de unas decenas de metros pudo ver al resto de los pasajeros, cada más alterados e indignados con la ausencia de las azafatas. Le pareció que si llegaban a enterarse de lo que realmente estaba ocurriendo la emergencia se multiplicaría por mil y las posibilidades de salvar a su mujer y a si mismo descenderían hasta llegar a cero. Decidió actuar con prudencia. Llevó a su mujer a la cabina de pilotaje y le explicó la situación de la manera más suave pero directa que pudo.
Mientras se explicaba, su mujer le miraba confusa, aparentemente aún medio dormida. La noticia era demasiado fuerte e impactante para asimilarla en tan poco tiempo. Roberto empezó a barajar darle un cachete para que reaccionara, cuando, de repente, a la vez que una espuma verde se vislumbrada por entre sus labios, su garganta empezó a emitir un gorgoteo entrecortado. Roberto la miró extrañado, y justo cuando sus labios iban a pronunciar unas palabras de preocupación, el cuello de Trini hizo un giro de 180º y dándose la vuelta comenzó a volver a la zona de pasajeros, mientras su mirada no se apartaba de él. Roberto, que veía aquella escena horrorizado, pudo observar como unas llagas supurantes comenzaban a formarse en las anteriormente perfectamente torneadas piernas de su amada. Por primera vez en el día deseó que se hubiera puesto unos vaqueros en vez de aquella falda tan sexy.
Mientras todo aquello sucedía y Roberto se sumergía en un estado de confusión absoluto, una especie de moho pulverulento que estaba situado encima suyo empezó a caerle de manera tenue pero persistente. Roberto, incapaz de prestar atención a nada que no fuera aquella terrible imagen de su mujer, no prestó atención al moho hasta que, repentinamente, y consiguiendo por fin que sus esfínteres y estomago se soltaran, un pequeño chucho de ojos enormes surgió aparentemente de la nada y se abalanzó sobre él al grito de MUEVE TU CULO DE HAY SI NO QUIERES ACABAR ABDUCIDO.
Es probable que fuera más la impresión que el empuje canino, bastante endeble dado el tamaño de Chichi, tal era el nombre del can, lo que hizo que Roberto cayera de bruces hacia atrás alejándose de aquel moho del espacio exterior.
Lo siguiente que vino no le sorprendió menos que lo ocurrido hasta entonces. Chichi, aquel perro parlanchín, le puso en antecedentes. Aquel moho era una pequeña avanzadilla de una especie alienígena bastante asquerosa y desagradable que venía a colonizar la tierra. Él, como habitante del planeta Caniter, y aliado de la raza humana, estaba allí infiltrado para intentar detener aquella amenaza.
A Roberto la cabeza le empezó a dar vueltas ante aquella estrambótica situación. Lo único que fue capaz de pensar es que quizás la vida de casado no se había hecho para él. Intentó mientras tanto alejarse de aquel moho que parecía seguirle poco a poco cuando de repente, una imagen borrosa de su mujer empezó a dibujarse difusamente en su campo de visión.
–Despiertas ya, cariño – le pareció entender que le decía Trini, con una cara, que, a pesar de no dar vueltas ni supurar moco verde, le daba bastante más miedo que la de hacía un rato.
Roberto abrió los ojos, desorientado, y comprobó que estaba en la cama del hotel que habían alquilado para pasar la noche de bodas.
–Mueve ese culo, gandul, que todavía perdemos el avión – el mohín que se dibujaba en su cara no dejaba lugar a dudas sobre el cabreo que tenía –. Y dúchate, que después del espectáculo que nos distes en la boda, tienes que tener una resaca de muerte. Menuda vergüenza pasaron tus padres, majete. Por no hablar de Papa, que después de dos copas de más y tu streap-tease me soltó que siempre había sabido que los del SEPLA erais unos cabrones.
Roberto, desorientado, y, con, efectivamente, una resaca de espanto, intentó pensar en la noche anterior. Sólo recordaba haber bebido una copa con un amiguete cubano que había venido de la isla para su boda. Traía con él una botella de ron que el mismo llamaba “matapuños”, y que tenía un olor a menta muy rico. Desesperado, empezó a buscar de nuevo a Chichi. Aquella pesadilla le gustaba más que la que tenía ahora…

lunes, 29 de diciembre de 2008

EL ELEGIDO


Abre los ojos y al principio le cuesta situarse. Todo da vueltas a su alrededor, hasta el punto de que durante unos segundos teme incluso perder el conocimiento. Los cierra de nuevo, hastiado, dando tiempo a que aquella sensación desaparezca. Suspira con disgusto. Esta cansado, muy, muy cansado. Él, al que llaman el buscador, el iniciador, el rastreador de almas, ya no tiene fuerzas para seguir adelante. La ironía no escapa a su fina sensibilidad, y una sonrisa torva se dibuja en su rostro. Maxím el gran profesor. El Gran Blanco, como le llaman sus enemigos; el mago al que la oscuridad teme con reverencia, ya no tiene ganas de vivir.

Desde hace tanto tiempo que ya no puede ni recordar, ha sido el encargado de guiar con mano firme al resto de magos blancos, luchando constantemente por mantener el orden y hacer el bien. Gracias a sus conocimientos e intuición, busca y forma a los futuros magos, transmitiéndoles la sabiduría de siglos de experiencia. Intenta elegir con acierto, puesto que tiene el don de intuir la magia en el interior de los seres humanos. Es capaz de sentir la bondad, la nobleza, la luz que emana de los espíritus bondadosos.

El bien y el mal no son una entelequia; existen y, en mayor o menor medida, ambos se reflejan en todos los seres vivos en un equilibrio endeble pero real. Son dos caras distintas de una misma moneda. Y lo mismo sucede con la magia. De espaldas a los seres comunes, la magia blanca lucha sin cuartel contra su reflejo negativo, el poder oscuro.

Maxim vuelve a abrir los ojos una vez que siente que se estabiliza. Al hacerlo se encuentra de bruces ante la imagen de un anciano de pelo largo y cano. Profundas arrugas surcan aquella cara cansada y ajada por los años, cuyo único signo de vivacidad son unos ojos azul oscuros que aún conservan cierta inquietud. El viejo levanta una mano pensativo, observándole con fijeza, mientras una sonrisa melancólica se dibuja en aquel rostro sabio.

El mago observa con cierta congoja su reflejo en el cristal del establecimiento ante el que se ha materializado. De un tiempo a esta parte siente la necesidad de transmitir su sabiduría, de cederla, y descansar. Al fin y al cabo, el tiempo sólo afecta a un mago cuando pierde las ganas de vivir, e intuye que a él le ha llegado su hora. No sabe cuándo consintió que la desidia entrara en su corazón, pero ya hace un tiempo que el cansancio y la dejadez se apoderaron de su espíritu. Siente que la lucha se esta perdiendo, que el mal esta ganando de manera inevitable y que ya nada se puede hacer. Su magia se alimenta de la bondad del mundo, y ésta es cada vez más escasa y relativa. Ha visto como muchos de sus hermanos blancos han ido cayendo lenta pero inexorablemente, bien vencidos en intensas luchas, bien seducidos por el poder oscuro. Cada vez le es más difícil dar con aprendices blancos, puros; almas en las que el mal sólo sea un pequeño residuo molesto. A cambio encuentra volubilidad, almas indefinidas fácilmente seducibles por aquel reverso tenebroso. De sus cinco últimos iniciados, tres engrosan actualmente el cada vez más nutrido ejército del mal. El último ni siquiera le ha defraudado. La primera señal de su perdición. Sólo el empeño casi inútil de encontrar un aprendiz con la suficiente categoría esta retrasando lo inevitable.

Olvida aquel reflejo ingrato en el que se ha convertido su cuerpo y mira más allá, hacia aquel mundo nuevo. Se gira para encontrarse ante una gran avenida atestada de gente y coches. Se sitúa con rapidez. Nueva York. El bullicio es grande, como en todas grandes urbes. Parece época navideña; toda la ciudad está decorada. Intenta centrarse, al fin y al cabo ha viajado allí buscando un nuevo aspirante.

No le cuesta mucho encontrar a su nuevo aprendiz. Un chico de unos doce años pasa a su lado sin apenas prestarle atención. A pocos metros de allí se detiene ante una parada de autobús. Él, en cambio, queda anonadado ante su presencia. El pulso que late en su interior es de una intensidad como nunca ha sentido antes en todo el tiempo en el que ha llevado a cabo aquella labor iniciática. Su mente se conecta con la de aquel chico excepcional, y lo que ve le llena de esperanza. Su corazón se acompasa al suyo. Sus pulsos se unen, y empieza a adentrarse en su alma.

Un primer latido. Un niño de apenas dos años llora con amargura ante un plato de papilla. El llanto cesa de golpe, cuando el bebé escucha el silbido de una olla a presión a punto de estallar. La abuela, que aquel día está cuidando del chico, sigue al teléfono sin ser consciente que se ha dejado aquel fuego encendido. El recuerdo de su madre retirando la olla y poniéndola bajo el agua mientras apaga la placa surca la mente del niño, mientras un pequeño milagro va materializándose.

El ruido del agua corriendo atrae a aquella buena mujer a la cocina. Asustada, observa la escena incapaz de recordar el momento en que ha retirado la olla del fuego. Mira perpleja a al niño, que sigue llorando sin parecer ser consciente de lo sucedido. Una extraña imagen surca su mente, pero la deshecha con rapidez. Sonríe aliviada, aunque ligeramente preocupada por aquel olvido. Se promete ir al médico para hacerse una revisión.

Un segundo latido. Ahora tiene cinco años y está en el recreo del colegio. Observa con extrañeza cómo un hombre intenta con disimulo engatusar a otro niño con caramelos en el patio. Intuyendo que algo no anda bien, busca con la mirada a algún profesor, pero éstos parecen haber desaparecido. Asustado, intenta llamar la atención de aquella alma que siente perversa, y que sin poder evitarlo, se vuelve hacia él. Las miradas se cruzan de manera breve, pero intensa. El degenerado se da la vuelta y regresa por donde ha venido. La oscuridad de su interior ha sido arrinconada por una luz cegadora.

Tercer latido. Este recuerdo es de apenas unos días atrás. El autobús del colegio se dirige al colegio South West de Manhattan. La situación económica de su madre, soltera como otras tantas en aquella gran urbe, ha mejorado en el último par de años de manera excepcional. Le han contratado en un bufete de abogados, después de completar la carrera de derecho a distancia. El chaval viaja ensimismado, contento por la alegría que observa hace ya un tiempo en los ojos de su madre, ajeno a su influencia en todo ello. De repente, un conductor ebrio que llega tarde al trabajo se salta un semáforo y se dirige directo hacia el autobús. Una niña adormilada que esta mirando por el cristal del autobús a la calle, lo ve, y comienza a gritar. Justo en el último momento, y cuando la colisión parece irremediable, el coche gira sobre sí mismo y se estampa contra una boca de incendios, salvando al autobús por milimetros. Milagrosamente, todos los implicados salen ilesos de la tragedia, mientras el conductor del coche asegura que éste ha girado sólo. El chico, desorientado, siente por primera vez que algo surgido de su interior ha manipulado aquel coche evitando la tragedia.

La imagen se empieza a difuminar mientras Maxim supone que aquel incidente es el que le ha atraído hacia allí. Sigue observando historias cotidianas, ahora más sencillas, mientras se maravilla con la pureza de aquel corazón, con la bondad de aquella alma. Por fin ha encontrado a su sucesor, al aprendiz que llegará a ser maestro de maestros, aquel que le dejará pequeño con su grandeza. Piensa gozoso que aquel chico puede decantar la balanza a favor del bien; la esperanza de un mundo mejor.

Empieza a caminar hacia el chaval, nervioso pero con los sentidos ya recuperados, cuando la visión de un hombre parado al lado del chico le llama la atención. Algo en él no cuadra en aquella estampa. Tarda unas décimas de segundo en descubrir lo que es, pero cuando lo hace, todo su cuerpo se estremece. No escucha su respiración. Horrorizado comprende que es un Oscuro. Intenta atraparlo con su pensamiento mientras siente la degradación de aquella alma perdida. Es demasiado tarde. El oscuro, a la vez que empuja al chico hacia el autobús que llega a toda velocidad, se da la vuelta y le ataca con una sonrisa demente y triunfal en la cara. Él también ha sentido la fuerza y la bondad del chico, tan fuertes que no ha conseguido reclutarlo, así que ha decidido acabar con él. Su categoría es ínfima, y Maxim no tarda más allá de unos segundos en derrotarle con la fuerza de su mente. Pero estos segundos valiosos son la perdición del chico. La colisión ha sido irremediable. Siente cómo el alma de aquel ser especial se quiebra en aquel momento mientras su cuerpo sale despedido.

Desesperado, para el tiempo. Con la angustia reflejada en el rostro, se acerca al chico que está suspendido en el aire, todavía sin caer al pavimento, pero ya herido de muerte. Mide su propia energía con tristeza. Su decaimiento, su pérdida de motivación, junto a la pelea con aquel oscuro han hecho que su energía mágica esté bajo mínimos. El hechizo para revivir a un ser humano es complejo y potente; sólo unos pocos magos lo conocen. Él es uno de ellos, pero el costo es alto, tendría que utilizar toda su energía, toda la que le queda, para salvar al chico. Tiene que elegir, una vida a cambio de otra. La salvación del chico es necesaria; tal vez sea el salvador, el elegido. Pero si él desaparece, ¿Quién le guiará? ¿Quién será su profesor? Por otro lado ¿Qué será de su gente sin él? Tiene ante sí el dilema del diablo. Decida lo que decida la perdición está asegurada. Mientras medita indeciso, incapaz de decantarse por una opción u otra, siente que el alma del chico se une de improviso a la suya.

Sus corazones laten al unísono. Una imagen del futuro se forma ante él. El muchacho es ya un hombre, se ha convertido en maestro de maestros. Ante Maxím se materializa el mundo del futuro y siente con pesar que éste ha tocado fondo. El mal campa a sus anchas; a su alrededor observa imágenes desoladoras. Su desaparición ha traído consigo la derrota de la luz ante la oscuridad, la raza humana al completo ha sido seducida por la maldad. Pero aquella estampa es el primer rayo de esperanza. El elegido junto a un pequeño grupo de magos supervivientes comienza la lucha por recuperar la luz. El primer eslabón de la cadena. El inicio de algo más importante. A veces, para mejorar, hay que tocar fondo, piensa con esperanza Maxím. La decisión se presenta diáfana ante él. La suerte está echada.


El conductor del autobús intenta tranquilizarse mientras observa, sorprendido, al chico en pie sin apenas un rasguño. Juraría que le había dado de lleno, pero al parecer no ha sido así. Una vez consigue que el muchacho le prometa que va a ir a un médico, le permite montarse en el autobús. La vida es a veces sorprendente. El chaval, ileso, está plácidamente sentado al fondo del vehículo, mientras a pocos pasos intentan reanimar a dos ancianos que han caído fulminados en la propia parada. Quizás la impresión del accidente les ha provocado un ataque al corazón. Bueno, mejor dos viejos que un niño. Seguro que al chico le quedan muchas cosas que hacer en la vida. Igual acaba siendo el salvador del mundo. O su perdición, piensa con guasa. Quién sabe.

sábado, 21 de junio de 2008

AMENTIA

El caballero observa con inquietud la corona. Está exhausto. Todo el cansancio de aquellos últimos días de contienda se desploma sobre su espíritu en cuanto la mira. Es un hombre ya maduro, aunque todos aquellos ásperos años de lucha no han podido borrar del todo la vitalidad y el idealismo del joven que fue. Sin embargo, la responsabilidad y el cansancio, de los que hasta ahora no ha sido muy consciente, junto al horror de tanta sangre pesan demasiado. Siente que la culpa le ahoga y para aliviarla decide deshacerse de todo lo que la representa. Al quitarse la armadura, el cansancio se amortigua; cuando se deshace de la espada, aún manchada de sangre, todas las atrocidades que ha cometido en nombre de la libertad se difuminan un poco.
Hace apenas unas horas que la guerra ha finalizado. En el campo de batalla el enemigo aún yace exterminado. Lo que queda de su ejército no es más que un puñado de guerreros dispersos, exhaustos y desesperados que buscan alguna cara amiga entre aquel holocausto de cadáveres. La muerte los rodea por todos los flancos. Conservar la vida ha sido un ejercicio de destreza, instinto y suerte a partes iguales.
En los últimos veinte años, mientras avanzaba por el país capitaneando aquel ejército de infelices, nunca ha dudado mientras iba ganando terreno, al enemigo, a las traiciones y al cansancio. Y ahora que sus anhelos se han visto cumplidos y por fin se halla ante Amentia, la corona que representa al trono, al pueblo que tanto ama y que quiere guiar, se siente inseguro.
Suspira e intenta borrar aquel torbellino de pensamientos de su mente. Se da cuenta de que está nervioso y asustado, pero su determinación es firme. Por fin está allí, en el centro de la gran sala del viejo castillo abandonado. Hace trescientos años que nadie se corona rey de Lea, su patria. Su reino. El último rey, envenenado por su propio hijo, maldijo mientras agonizaba el trono. Después de aquello se han sucedido las guerras y los pretendientes, pero nadie ha sido nombrado rey.
La maldición del antiguo monarca era simple. Sólo aquel que tuviera humildad en su corazón podría ser ungido. Sólo aquel digno de llevar la corona sería rey. Muchos han llegado hasta aquel salón antes que él, tras de salir victoriosos en el campo de batalla, pero todos los que osaron coronarse habían perdido la razón al hacerlo.
Debido a la falta de rey el país ha estado sumido en el caos durante todos estos años. Los ejércitos victoriosos, después de perder a su líder en el castillo, caían en disputas por ver quién gobernaba el país y, aunque finalmente alguien conseguía el poder, la falta de legitimidad ha hecho que las regencias fueran cortas y tumultuosas. Por desgracia, la escasa estabilidad conseguida en estos tres siglos ha sido causada por despóticas tiranías, como la última que ha sacudido al país.
Se arma de valor, y avanza pero la duda le hace detenerse de nuevo. ¿Es él humilde de espíritu? Alguien que ansía el poder difícilmente puede serlo. Sin embargo, él lo desea para impartir justicia; para que su pueblo, que desde hace años sufre el yugo de una regencia tiránica, vuelva a sonreír. Al fin y al cabo él es parte de ese pueblo. Hijo de un molinero, se había visto obligado a huir cuando su aldea fue arrasada por negarse a pagar unos impuestos abusivos. Poco a poco, lo que había sido un pequeño grupo de rebeldes se había vuelto un ejército; lo que empezaron siendo pequeñas escaramuzas desembocaron en una auténtica guerra civil. ¿Quién puede ser más humilde y más digno de aquella corona que alguien surgido del propio pueblo al que representa? No lo sabe. Tampoco sabe si aquellos años de esfuerzo han merecido la pena. Si es digno de la confianza que han depositado en él todos los que aguardan con ansiedad su regreso, y aquéllos que quedaron en el camino. Muchos rostros amigos cruzan por su mente. ¿Es él merecedor de todo aquel sacrificio?
Respira hondo y por fin se decide. Se acerca con temor hasta ella. Amentia reposa sobre un pedestal cubierto con una tela de terciopelo en el centro de la gran sala. Es de color negro alabastro. Su hermosura llama su atención y durante unos segundos siente que su mente es arrastrada hacía aquella espesa negrura. El instinto le hace cerrar los ojos. Cuando los vuelve a abrir, se cuida de mirarla de frente. Avanza con precaución.
Cuando se halla ya a escasos centímetros, todo aquel cansancio y miedo le vencen. Siente la inmensa fuerza de la corona y, recordando más que nunca sus orígenes humildes, comprende que no es digno de ella. Ha cometido demasiadas atrocidades; ha infligido demasiado dolor para serlo. Se arrodilla lleno de respeto y temor.
Sin previo aviso, el espectro del último rey coronado se materializa ante él y con solemnidad le ciñe la corona. Mientras lo hace, una voz estruendosa retumba por todo el castillo hasta llegar al cercano campo de batalla.
“Ningún rey se corona a sí mismo, caballero. Siempre ha de ser investido por otro, de rodillas y desarmado, como respeto al pueblo que representa. Vos sois el esperado. ¡Viva el nuevo rey!”

jueves, 3 de enero de 2008

INICIACIÓN


Evidentemente no era lo mismo mirar por la mira telescópica del fusil una lata o un gato que una persona. Sintió el primer síntoma del paso previo al asesinato. La garganta se seca. Tragó saliva mientras se desabrochaba el cuello de la camisa y pegaba la barbilla a la culata. Intentó tranquilizarse, acompasar la respiración y el ritmo de su desbocado corazón.
Observó de nuevo a su presa. Era su padre. El paso previo para unirse a sus compañeros de la camorra era asesinarlo. Era la primera pieza y la que no se olvidaba jamás. La que hacía que la importancia de las que viniesen después perdiera sentido. Rezó por su madre. Rezó por él, para que aquella bala no matara también su alma.

DILUVIO INTERIOR.


Marcos observaba tras la ventana como aquel aguacero de otoño oscurecía el día. Ensimismado se enjuagó una lágrima sin notarlo. Su vista estaba fija en el columpio vacío del fondo del jardín. La lluvia se había hecho tan intensa que apenas se distinguía, aún así él lo veía perfectamente. Con la vista, a veces, y con el corazón todo el rato. Fuera el ruido de la tormenta arreciaba. Dentro retumbaba el silencio. Y el eco. El eco de los recuerdos grabados en su memoria. El primero de todos, el del amor con el que había inundado aquella casa junto a María el día en que llegaron. El eco de la ternura, de las caricias, de las palabras salidas de lo más hondo del corazón. Mezcladas con ellas también se intuían los sonidos de los juegos prohibidos: respiraciones agitadas, murmullos furtivos llenos de pasión y deseo. Después, nueve meses más tarde, un nuevo eco se destacaba sobre todos los demás. Era el sonido de los llantos infantiles, de las reprimendas y los abrazos, el de los juegos. El eco de la risa inocente de Silvia, su hija.

Y luego, sin solución de continuidad, el comienzo de la oscuridad. Aquel columpio. La advertencia de María. "Ese columpio es peligroso Marcos. No la dejes jugar en el", mientras ella se dirigía al trabajo. Él asentía sonriente, despreocupado. Entre los muros de aquella casa nada malo podía suceder. Pero sucedió. Fue de repente, sin previo aviso. Fruto del descuido, de la desidia. Y como resultado, la injusticia de la muerte. La desgracia absoluta. La mirada perdida de María mientras se llevaban a la niña al tanatorio. Y su silencio ante sus balbuceantes excusas. El desgarro interior que separaba y rompía almas. Nunca nada podría ser igual.

"Ningún Padre debería enterrar a su hijo". El cura. La iglesia. El luto. Guardar las apariencias. La compostura, los pésames, las palabras de ánimo. Y luego... la nada. El odio en los ojos de ella el día que se fue. En el dolor de María no había sitio para el perdón. En el suyo tampoco.

En cuanto la soledad le envolvió, comenzó un lento pero inexorable camino hacía la autodestrucción. Sólo la bebida acallaba el dolor, sólo el whisky le daba un respiro. Entre trago y trago el tiempo se hacía cada vez más interminable, con lo que la botella cada vez se acababa antes. Poco a poco su antigua vida fue disolviéndose en el inmenso océano de alcohol y sufrimiento en que se había convertido su existencia.

La carta de despido del trabajo no tardó en llegar. El tren no podía esperar más. Él se había bajado conscientemente, tirándose a un banco de la estación a digerir su dolor. La vida no paraba y el no tenía ganas de vivir. La noche se fundía con el día y el tiempo dejaba de ser algo coherente. Momentos indeterminados marcados por el timbre de la casa, que le recordaba que alguien aún se preocupaba por él. Lo ignoró, de manera repetida y eficaz, hasta que llegó el momento en el que dejó de oírse. Definitivamente solo, directo al plan final. Morir arrollado por la vida.

Hace cuatro horas que había vuelto en sí, de repente, a punto de ahogarse en su propio vómito. Después de reponerse se había arrastrado hasta la cama, muerto de miedo, incapaz de quitarse de encima la sensación de ahogo y asco, aunque resuelto a dormir para no despertar más. Por desgracia el ruido de la lluvia lo había devuelto a la consciencia, acercándolo hasta aquella ventana. A rumiar su desesperación, una vez había empezado a oír, fastidiado, una tenue voz que le susurra al oído que no quería morir. Ni morir ni vivir, pensó aburrido. Cómo si hubiera más posibilidades.

Un trueno le hizo regresar a la realidad. Volvió a llevarse la mano a los ojos, y esta vez comprobó con sorpresa que dentro también llovía. Un llanto purificador. El primer signo de esperanza.

ESCRITURA. INTENCIONES. DESEOS.

¿Si escribiera o escribiese de qué me gustaría escribir?, ¿O sobre qué?
De todo. Sobre todo. Al respecto de cualquier momento, lugar o suceso.
Ya escribo. ¿De qué?
De asesinatos, intrigas, pasiones,... del silencio.
¿Qué cuento?
El fin del mundo, el principio del universo.Escribo de una madre que llora a su hijo, de un hermano que lo añora por dentro. Sobre un dictador que ama en silencio, y que odia con aparatoso estruendo. De la vergüenza o de la falta de ella. De la superación, del cariño; del deseo. De hombres lobo y de peluches, de inspectores que fracasan en el intento.
Algo ya he escrito. ¿Sobre que escribiré?
Es lo de menos. Lo importante no es el resultado. Sino el intento.

DIME...


No me digas que te escuche.
No me digas que te entienda.
No me digas que te mire cuando hablas.
No me digas que te hable cuando miras.
No me digas...
Quiéreme. Bésame. Ámame en silencio.

HISTORIAS ROBOTICAS ( I )

DEFECTOS DE FABRICA

Abelardo miró ensimismado en torno a sí. Se encontraba en el parque de La Coral, dando un paseo acompañado de su humano preferido. Desde la revolución Robótica de hacía dos centurias, los humanos habían sido domesticados. Primero se destruyo la raza por considerarla un peligro potencial para la tierra (el planeta madre). Después a GOC (el Gran Ordenador Central) se le ocurrió clonarlos. Una vez se les hacía un concienzudo lavado de cerebro, se convertían en unos sirvientes estupendos y en unos amigos fieles. Ahora mismo lo tenía entretenido tirándole un palo. El humano gimió al ver que Abelardo no le hacía caso. Este; volviendo en sí, le mandó el palo a trescientos metros, para que le dejara un rato tranquilo pensando en sus cosas. El amaestrado ser salió cojeando en pos del palo (una parte del chip positrónico que tenía por cerebro le recordó que quizás tuviera que sacrificarlo; pobre bicho) mientras él seguía sumido en su desgracia. Hacia una hora que le habían comunicado que había sido despedido de su puesto de trabajo como recepcionista en el Gran Hotel Androide. Su mente estaba sumida en el caos. En aquel mundo lleno de eficiencia, un despido significaba que uno había perdido parte de sus facultades para ser perfecto. La esencia de un robot. Mientras cavilaba al respecto de cual había sido su fallo vio sentado en un banco a alguien que le resultaba familiar. Era un robot de octava generación; a la cual el mismo pertenecía. Al ver que estaba cosiendo una manta llena de agujeros, lo reconoció en el acto. Era Giuseppe; un antiguo compañero del PRR (Partido de los Robots Revolucionarios). Era lo que con desprecio, algunos llamaban un robot “tricotosa”. Se dedicaba a arreglar y confeccionar las ropas y los enseres de los humanos. Le gustó volver a verlo. Su mente se olvidó de los problemas por un momento, volviendo atrás en el tiempo. Era un antiguo novio de juventud, cuando los dos soñaban en un mundo mejor. Abelardo lo dejó en su día al no considerarle de suficiente categoría para él. Ironías de la vida. Sin trabajo, estaba en el escalafón más bajo de la pirámide robótica. Ahora era él el que no era digno de Giuseppe. Suspiró. Dudó, pero decidió acercarse con la esperanza de que le dejara algo de dinero para subsistir. Este, cómo todos los robots que trabajaban con humanos, tendía a coger caracteres y defectos de estos. Era muy enamoradizo. Abelardo confió en que le durará todavía el amor que le hubiera tenido y se compadeciera de él.Nada más verle la cara de Giuseppe se iluminó como una pila positrónica. Abelardo vio su oportunidad. Se acercó a él y le dio un fuerte abrazo, como si su ruptura y sus posteriores años sin tratarse no hubieran existido. Después de los saludos de rigor (en los cuales intentó ser lo más efusivo posible), le preguntó que hacía por allí (de echo era raro que no estuviera trabajando; pues era hora de labor). En un primer momento Giuseppe le miró desconfiado. Parecía sopesar algo; barruntó. Abelardo le puso la mejor de sus sonrisas y con toda la afectación que pudo le preguntó si le pasaba algo; que si lo necesitaba podía confiar en él. Giuseppe dudó un segundo más; y luego se le iluminó la cara.-“No tengo idea de que hago aquí; querido amigo. Hoy, cuando he mirado como todas las mañanas el PLC para ver la lotería sideral me he encontrado con que me habían tocado 100 millones de Robies. Me he quedado tan desorientado que me he puesto a andar sin rumbo hasta que he encontrado este banco y me he puesto a coser para relajarme”.Abelardo asintió en silencio. Sabido era que los “tricotosas” eran de pocas entendederas (seguramente porque debido a su sencillo cometido GOC los había creado con un cerebro con menos Gigas de lo habitual) y que se liaban con facilidad. Igual de sabido que para relajarse les daba por zurcir. Todo esto lo barruntaba por un circuito auxiliar. El principal estaba recuperándose de la impresión. Rápidamente este último decidió que aquel robot de tercera no era digno de semejante dineral. Seguro que no sabría que hacer con él. En 10 nanosegundos el disco duro central del cerebro de Abelardo ya había ideado la manera de hacerse con todo aquel dinero. Él no lo sabía, pero esta era la razón de su despido del hotel. Su chip positrónico; debido a un tiristor en mal estado, había perdido la única cualidad humana que GOC les incluía nada más crearlos. La conciencia de que era correcto e incorrecto. La diferencia entre el bien y el mal. Rápidamente se echó a los pies de su amigo y le confesó que le amaba locamente; que era el generador que movía su vida y que desde que lo dejaron no había podido más que pensar en él. “Hasta el punto mi amadísimo Giuseppe; que ayer debido a estar yo totalmente ausente pensando en ti, mi superior me despidió de mi trabajo de recepcionista. Parece cosa del mismísimo GOC, que hoy, 24 horas después, nos hayamos encontrado aquí. Es una señal que no deberíamos pasar por alto.”. La trampa surtió efecto. Un mes más tarde se casaron en la iglesia del Apocalipsis Robótico. Su luna de miel fue un viaje alrededor del mundo. Cuando Abelardo volvió; viudo, debido a un desgraciado accidente en las islas robóticas (una ducha de aceite demasiado resbaladiza), e inmensamente rico, lo primero que hizo fue hospedarse en el gran hotel Androide. Ironías de la vida.

***********************************

NOTA DEL AUTOR: Aunque nunca lo cazaron, Abelardo fue el primer robot asesino de la historia. Otros vinieron detrás de él (aquel tiristor defectuoso nunca fue detectado. El Gran Ordenador Central, pagado de su propia perfección, siempre lo achacó a mutaciones generadas por la naturaleza). Y aunque no fue consciente hasta mucho más tarde, en aquel momento comenzó el principio del fin de la era robótica. 1000 años y 4 guerras robóticas interplanetarias más tarde, desaparecieron víctimas de una de sus creaciones. Los cyborgs. Estos los consideraron seres demasiado peligrosos para el equilibrio del universo.

VERGÜENZA

VERGÜENZA. ¿Cómo superar ese sentimiento de extraña sensación de desnudez?. Desnudez, sí, porque de todas las artes la que más te expone es la de la palabra. ¿Cómo escribir sin que esto no se lleve algo de ti?, ¿Cómo conseguir no reflejar tus vivencias, tus pensamientos en cada palabra?, Viéndolo de otro modo, ¿Cómo escribir sobre lo que no se conoce?.
¿Cómo expresar una ficción sin que con ella no se nos vaya un trocito de nosotros mismos?. Hasta en la obra más banal se vislumbra algo del que está detrás. En las mentiras, en las verdades, en las necesidades..., ¿Cómo no avergonzarse de mostrar al final tu corazón a alguien que no ves, que quizás ni conoces?, ¿Cómo no tener miedo de que hasta tus deseos más oscuros, esos que hasta a uno mismo le cuesta intuir, no se descubran para un extraño?.
Escribir. Extraña necesidad. ¿Dijo Freud algo sobre ello?, ¿Ordenar ideas?, algo más que eso.
¿Cómo sobrellevar la necesidad con la falta de talento?.
Leo estas escasas líneas. NO LO ENCUENTRO. Pero no las quiero tocar. Mal, pero expresan lo que siento. Intentare ver a que me lleva esto, le daré tiempo. Quizás de aquí surja una ROSA, quizás solo asistamos a un ENTIERRO.
VERGÜENZA. TE HECHO A UN LADO, EMPIEZO...