sábado, 23 de octubre de 2010

FELICIDADES A TODOS LOS VOTANTES




Muy buenas a todos,

Por primera vez escribo algo en este blog que no es una historia de ficción. Y lo hago para agradecer a toda la gente que me ha estado votando durante el último mes en el certamen Universo The Lunes.
HEMOS GANADO. Y digo hemos, por que mi mérito es más bien pequeño, o al menos limitado. Sí, el texto es mío, pero nada hubiera conseguido sin la riada de votos que me han llevado a la victoria. Casi setecientos, ahí es nada.
Todos habéis puesto vuestro granito de arena, familia, amigos, pero, en especial, tengo que acordarme de mi Susana otra vez. A movilizado a todas sus amigas de baile, recepción, etc. para que me votasen, y ellas, se ven que te quieren niña, han sido fieles hasta el final. Muchas gracias, majas.
Por supuesto agradecer a la gente The Lunes por su iniciativa y por el premio. Vuestra revista cultural está llena de originalidad y de buen rollo. Si no existierais habría que inventaros.
Sin más, que para variar me enrollo. La verdad es que es una sensación estupenda pensar que uno ha ganado un certamen. Eso ya no me lo quita nadie.
GRACIAS A TODOS. EZKERRAK GUZTIOI.

domingo, 3 de octubre de 2010

LA SEÑORITA CAM

La señora Cam era una cama algo gruñona que vivía en una bonita casa. Cuando sus dueños la hacían antes de irse, le colocaban encima a varios peluches, que, en cuando se veían solos, se ponían a jugar. Aquello no le hacía ninguna gracia a la señora Cam, con lo que se pasaba el día regañándolos. La razón por la que era tan gruñona era porque, aunque podía hablar con los peluches, no podía moverse como ellos.

Una tarde cuando, por mediación de Fira, una perrita juguetona a la que le encantaba mandar, empezaron a jugar a peleas, ocurrió un accidente imprevisto. En plena batalla peluchera, Toni, un osito muy amistoso, se cayó de la cama. Cuando ya se preveía alguna costura rota, un almohadón que estaba encima de la cama cayó al suelo amortiguando la caída.

-Gracias, amiga- le soltó Toni sonriéndole, mientras volvía a subírsele encima. La señora Cam comprendió que había sido ella la que había tirado aquel almohadón presa de la angustia. Pronto comenzó a practicar, y al poco tiempo aprendió a mover las cosas con facilidad. Enseguida prefirió jugar con los peluches en vez de gruñirles. Les hacía casitas y montañas con las sabanas para que jugaran, columpios, y… en fin, todo lo que se les antojaba para que cada día fuera diferente. Y así vivieron felices, y comieron galletitas chocolateadas, que como todo el mundo sabe es lo que más le va a la peluchería.

MARIA



CAPÍTULO I


Vuelve a mirar de reojo a su esposo. El corazón le late con fuerza, lleno de nerviosismo y expectación. Él, sintiendo su inquietud, le aprieta la mano con dulzura, mientras una tenue sonrisa se dibuja en su rostro. Ella sonríe también, insegura, mientras cierra los ojos y posa su mano derecha sobre la de él, antes de que éste la retire. Necesita más que nunca su contacto.

Respira hondo e intenta relajarse. Le basta con tenerle cerca para sentirse mejor. Junto a él la duda se convierte en certeza, el nerviosismo en seguridad. María lo necesita a su lado siempre que la vida tiembla a sus pies, y por desgracia, ése es un sentimiento habitual en los últimos tiempos.

Él es un hombre especial. Dios lo ha obsequiado con multitud de dones. Entre ellos, aquella extraña calma que le acompaña siempre. En torno a él todos los hombres se vuelven razonables, todas las personas se respetan. Su oratoria, siempre calma, siempre exacta, hace que las almas de sus seguidores se apacigüen.

Hoy su semblante transmite la misma armonía de siempre, a pesar de que en breves momentos va a provocar un auténtico terremoto con sus palabras en la reunión del consejo. Por desgracia, no es el primero que genera en las últimas fechas; y la razón siempre es ella.

Suspira con desazón, sintiendo que la angustia vuelve a embargarla. La ansiedad por que todo ocurra de una vez. Para paliar la espera, busca fuerza en los recuerdos, en los hermosos días que cambiaron su vida para siempre. Deja que su mente viaje hacia atrás en el tiempo, hasta el momento en que le conoció…

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Hacía dos meses que había llegado a Judea desde Etiopía, formando parte de una caravana de mercaderes de especias. Su padre, un comerciante viudo desde hacía tres años, la llevaba con él en sus viajes. Compartían carro y, para su desgracia, cama. Desde el día en que su madre murió, debido a una picadura de escorpión, papá había decidido visitar su lecho para sustituir la ausencia que dejó su esposa. Todos los días. Durante tres años.

Aquella pesadilla se acabó allí, en Jerusalén, cuando un tumulto después del mercado hizo que perdiese la compañía de su progenitor. Primero lo llamó a gritos, preocupada, buscándolo entre el gentío. Luego, poco a poco, incluso cuando su voz y sus ojos seguían buscándole, su corazón, desde su encierro debajo de aquella costra de indolencia que le cubría, empezó a gritarle que se alejara, que huyera. Sin apenas ser consciente de ello, giró sobre sus pasos, y, como un bebé que comienza a caminar, fue distanciándose de una manera torpe, dubitativa. Luego, y una vez que la seguridad retornó a sus piernas, la velocidad fue aumentando a la vez que las lágrimas afloraban al exterior como un torrente. Tenía muchas horas de lágrimas retenidas.

No supo cuanto corrió, ni lo lejos que le llevaron sus pasos, pero cuando más tarde se paró a descansar en el soportal de una callejuela y asumió la huida, le embargó un sentimiento de liberación tan intenso que hizo que le temblara todo el cuerpo. Allí mismo se juró en silencio que nunca volvería a permitir que nadie abusara de ella.

La ilusión de los primeros días se transformó en desencanto en cuanto intentó ganarse la vida en aquella nueva tierra. Nadie quería cobijar a una extranjera de tez oscura. No le quedó otra opción que salir adelante de la única manera que le había enseñado su padre: Utilizó su cuerpo. Guardó aquel manto indolente para cubrir su corazón durante el tiempo en que se ganaba el pan. No permitiría que le afectara. Paciente, se quedó a la espera de que la vida le sonriera.

Pasaron varios meses, hasta que por fin la suerte pareció cambiar para ella. Todo ocurrió una tarde soleada de primavera, al pasar por una callejuela estrecha camino del mercado. Él paseaba, tranquilo, con aquella calma que con el tiempo acabaría conociendo tan bien. Ella se acercó, seductora, buscando clientela, hasta que él la miró a los ojos. De repente, el mundo dejó de existir a su alrededor; el tiempo se paralizó mientras se perdía en aquella mirada llena de bondad y armonía. Después, una sonrisa se dibujó en el rostro de aquel hombre desconocido, y todo volvió a cobrar vida.

Al verle sonreír, María sintió que una alegría desbordante la inundaba. Una carcajada llena de vitalidad salió de su garganta, casi sin quererlo. Él la secundó, y así estuvieron, durante minutos, riendo sin control. Una risa alegre, sincera; pero sobre todo una risa limpia, pura, inocente como la de dos niños jugando al sol de aquella ciudad maldita.

– ¿Cuál es tu nombre, mujer? –le preguntó él, mientras se secaba las lagrimas.

–María –le respondió ella. Y añadió, como si sintiera la necesidad de justificar su cuerpo de ébano –. Vengo de Etiopía, de la región de Magdalia.

Él la observó serio, y por un instante su semblante se ensombreció. Sus, ojos, escrutadores, se llenaron de compasión, como si con una sola mirada adivinara todo el sufrimiento que ella había padecido.

– Yo soy Jesús, María. Soy de Nazareth, aunque de donde vengo y el lugar donde me concibieron mis padres no es importante. Tampoco el color de mi piel ni el sexo con el que nací. De hecho, lo que haya ocurrido hasta hoy en tu vida debe dejar de atormentarte. El pasado sólo sirve para llenarnos de experiencias, y para aprender de los aciertos y de los errores. Es el ahora, bella mujer, y lo que esté por venir lo que nos tiene que ocupar. Como pensamos vivir, de que forma y manera, y sobre que pilares. Sobre que estamos dispuestos a cimentar nuestras vidas. Y yo te digo, María de Magdalia, que el pilar más fuerte sobre el que nos podemos apoyar para vivir una vida plena y feliz es el amor. El amor que seamos capaces de dar y recibir ahora, y en el futuro, y lo que estemos dispuestos a hacer con él. La compasión y el amor que estemos dispuestos a dar serán los que nos juzguen, y los que nos den la posibilidad de ser felices.

Después él la invitó a que le acompañara en su paseo, y ella aceptó gustosa, sin saber bien lo que le depararía el futuro, pero segura de que había encontrado un hombro sobre el que apoyarse. Desde entonces, así habían seguido, paseando juntos por la vida. Riendo, llorando, pero sobre todo, amándose, física y espiritualmente.


CAPÍTULO II


Él le enseñó a amar al prójimo, pero sobre todo le enseñó a amarse a sí misma. Jesús estaba de paso en Jerusalén para celebrar la pascua judía, con lo que a los pocos días volvió a la Galilea donde peregrinaba y vivía. Junto a él viajó María, instalándose juntos en Nazareth. Al poco tiempo de conocerlo, empezó a asimilar y asumir lo que aquel hombre representaba en realidad para su comunidad. Vivían en una Palestina ocupada por los romanos, y él, junto a su gente, vivía para que aquella plaga abandonara la tierra de sus ancestros, en el nombre de Dios, y desde su obra.

Discípulo de Juan el Bautista, desde el inicio de su adolescencia Jesús se mostró como un gran estudioso de la Torah y como un magnífico orador. Con el tiempo las distintas ramas del judaísmo, los fariseos, esenios y saduceos, intentaron acercarse a él como el pujante rabino en el que se estaba convirtiendo. Él prefirió no decantarse por ninguna, manteniendo su propia autonomía. Su distanciamiento de las distintas familias religiosas fue inversamente proporcional al crecimiento de sus adeptos. Pronto, y prácticamente sin quererlo, se había convertido en una corriente alternativa.

Según la tradición hebrea, un descendiente directo de David surgiría para liberar al pueblo. La invasión romana de Palestina había hecho que gran parte del pueblo esperase la llegada de este Mesías, del Cristo del que hablaban los profetas antiguos. Pronto, sus seguidores comenzaron a denominarse ellos mismos como cristianos, los seguidores de Cristo. Todo aquel personalismo horrorizaba a Jesús, pero de alguna manera, y siguiendo el consejo de Pedro, lo había aceptado como un mal necesario.

Pedro. El amado por Jesús. Su mano derecha. Su preferido. Aquél que le acompañaba desde su época de aprendizaje con el Bautista, y el que, junto a Santiago, el hermano menor de Jesús, había recorrido todo el trayecto junto a él. Pedro, el cerebro gris del trío. Él fue el primero en sentir la fuerza que emanaba de su amigo. No tenía su capacidad para mover a las masas con sus palabras, pero era el que de manera inteligente guiaba los pasos del grupo en aquel trayecto de aprendizaje vital y doctrinario.

El amor y el respeto eran mutuos. Pedro veía en Jesús el advenimiento de Cristo. Jesucristo, le empezó a llamar después de aquel memorable día en el desierto. Aquella tarde sus seguidores se hicieron legión. Muchos curiosos se acercaron para escuchar a aquel joven rabino que tanta expectación creaba, y volvieron a sus casas sintiendo que el Mesías había llegado. Aquello sí que era un milagro. Llegó allí con un pequeño grupo de incondicionales y salió en un baño de multitudes.

El amor y respeto eran mutuos. Eran. Hasta que Jesús empezó a hacer cosas que no comulgaban con la visión del mundo de Pedro. Mientras el Mesías se había ido dejando seducir por los placeres mundanos, él había seguido estudiando, buscando una explicación a la palabra de Dios, intentando generar su propia interpretación que los distanciara de los demás grupos. Intentó aprender de las distintas ramas y absorber aquellas ideas que le parecían interesantes de cada una. De los esenios vio el celibato como algo bueno, ya que los placeres mundanos eran los que nos alejaban de Dios. No había que olvidar que fue Eva la generó la exclusión del paraíso. Cuando se lo planteó a Jesús, éste, con bonachonería, se rió de él, argumentando que seguir la palabra de Dios no era pretender acabar siendo una piedra en mitad del camino, sin sentir ni padecer.

“Nuestro intelecto no tiene que hacernos olvidar que somos de carne y hueso, y que nuestras necesidades tienen y deben ser cumplidas. Si todos hiciéramos eso, querido hermano, la raza judía desaparecería en breve.”

Pedro argumentaba que sólo los hombres santos debían llevarlo a cabo, pero su amigo le replicó que en donde estaba entonces la gracia de serlo, mientras le abrazaba y le llevaba hasta su casa a tomar un buen vaso de vino “lo único bueno que los romanos han traído hasta Palestina”. Todos sus esfuerzos por seguir profundizando en la palabra de Dios empezaron a chocar con la aparente indiferencia de Jesús. “La doctrina final es el amor al prójimo, todo lo demás no es más que intentar complicar algo que es tremendamente sencillo”. Su distanciamiento se fue produciendo poco a poco, pero sin retorno. Cuando su amigo le presentó, lleno de orgullo a Maria Magdalena, aquella mujer de raza negra, extranjera y de pasado más que dudoso, Pedro se horrorizó. El Mesías tomó en matrimonio a una no judía, a una infiel, que a pesar de su conversión religiosa no dejaba de ser indigna del suelo sagrado que pisaba. Una vez aquella mujer sibilina se instaló en la vida de Jesús, él fue saliendo de ella paulatinamente. Y aquella noche, la gota que había colmado el vaso se había producido. En aquella reunión del consejo, Jesús había anunciado que a los doce que formaban el núcleo de la secta se iba a unir una decimotercera persona. María. Según él, ella tenía el corazón puro que haría que las decisiones del grupo fueran más acertadas. La sentó a su derecha, relegándole a él a la izquierda. A la siniestra. La de los olvidados.

CAPÍTULO III


Esperó hasta bien entrada la madrugada para salir de casa. Se abrigó con un manto que le protegiese del frío y le escondiera de las miradas curiosas. Luego, con paso decidido, se dirigió hacia la zona oriental de la ciudad.

Había pasado tres días y tres noches ayunando en el desierto, meditando, y pidiéndole a Dios consejo y fuerzas. Por fin, la última noche, el Señor se le apareció, le miró a los ojos y le habló durante un tiempo que a él le pareció eterno. Una vez acabó, le besó en la mejilla en señal de perdón. Después le bendijo, y sin previo aviso desapareció tal como había llegado. Él lloró, pues no deseaba hacer lo que le reservaba el destino. Dios le estaba poniendo a prueba, como hizo con Abraham, con la diferencia que él sí debería cumplir sus deseos.

Se estaba acercando a su destino. Aminoró el paso, prudente. Llamó con la contraseña previamente convenida, y con la oscuridad de cómplice, entró en la casa sin ser visto. En cuanto se cerró la puerta, una sombra se le echó a los pies. Él con paciencia, lo levantó, pidiéndole que encendiera la lumbre. Estaban a salvo de miradas indiscretas. El hombre le obedeció sin pestañear, mientras nervioso balbuceaba sobre la injusticia que el Mesías había hecho con él en la reunión del consejo. Suavemente, aunque con firmeza, lo asió de los brazos y le hablo con calma, mientras le miraba fijamente a los ojos.

–Judas Iscariote, mi querido amigo. Dios nos pone a prueba. Desde que te conocí supe que eras especial, hijo mío. El Señor se me ha aparecido y me ha dado un mensaje para ti. La mayor y más terrible de las misiones te ha sido encomendada…

En cuanto acabó de hablar, vio en los ojos de su amigo que haría la palabra de Dios, y se marchó tranquilo de vuelta a casa. Judas era su mejor camarada dentro del consejo. Él había sido su mentor, y sabía con certeza que haría cualquier cosa que le pidiera. Pedro no encandilaba a las masas como Jesucristo, pero también contaba con sus dotes de persuasión. Los que le daba la palabra de Dios.

El Señor le había confirmado la peor de sus sospechas. El Mesías había sido seducido por el diablo y sólo había una manera de salvarlo. Tenía que morir para, uniéndose a Dios, exorcizar y expulsar de su alma a Satanás. También le había hecho ver que aquella aborrecible labor la debía llevar a cabo otro, mientras a él le reservaba otras obligaciones más importantes. Alguien tendría que propagar la palabra de Jesús por el mundo, dar a conocer su infinita compasión y amor. Su rebaño necesitaba un nuevo guía que le llevara por el buen camino en aquellos momentos de zozobra. El mensaje era claro: Expandiros por el mundo y llevar la verdad de Cristo con vosotros. Cantad las alabanzas de Jesús, el Mesías que dio su vida para salvar la nuestra. Él, Pedro, tendría el más importante de los destinos. Viajaría a Roma para, desde el centro del mundo pagano, propagar la palabra de Dios y fundar la iglesia de Cristo, que para entonces estaría sentado a la derecha del Padre, y que le miraría con todo el amor que le profesaba antes de la llegada del diablo a su vida. Tembló al pensar en Belcebú, el ángel caído. Él mismo había sentido su influencia, la atracción que era capaz de generar. Tendría que esperar a que todo ocurriera, pero una vez Jesús hubiera ascendido al cielo, él se vería obligado a ocuparse de aquella furcia diabólica. Tendría que borrar su presencia de la vida de Cristo, para que nada emborronara al hombre santo. Y para ello había que comenzar haciéndola desaparecer a ella…

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María observaba en silencio el Mediterráneo desde el puerto de Alejandría. El mar le transmitía una calma de espíritu que la hacía sentirse triste y feliz al mismo tiempo. Triste y feliz porque le recordaba a él. Sonrió, ensimismada. En realidad todo le recordaba a él. Hacía cinco años desde su muerte, pero en todo aquel tiempo no había hecho otra cosa que echarlo de menos.

Lo recordó en el Gólgota, a punto de expirar. Su última mirada fue para ella, y la última de sus sonrisas. Desde entonces la veía todas las noches, antes de acostarse. La tenía grabada a fuego en su cabeza, y en su corazón.

Fue José de Arimatea quien bajo a Jesús de la cruz y el que la llevó a ella, semiinconsciente, a su casa. José era tío de Jesús, y su tutor desde temprana edad después de la muerte de su padre. Era un hombre eminente, de posición acomodada, pero decidió abandonarlo todo por él. Después de enterrarlo, cumplió el último deseo del Mesías. Una semana después, una vez María se había recuperado ligeramente de toda aquella locura, la despertó al anochecer y se la llevó lejos de todo aquel odio.

Viajaron durante semanas hasta que llegaron a Egipto, donde habían pasado los últimos años. Él fue el que le advirtió de la mano negra que se cernía sobre ella. Pedro. El bienamado había suplantado a Jesús en el mando de los cristianos y negaba los esponsales que les habían unido en matrimonio.

Una pequeña mano se asió a la suya en la oscuridad. Una sonrisa iluminó su rostro en cuanto vio a su niña. No, nadie podría separar sus almas después de todo. En breve llegaría José con otros cristianos afines y juntos cogerían un barco que los llevase hasta las costas francesas. Los tentáculos de Pedro eran alargados y la llegada de nuevos cristianos huyendo de la persecución romana habían puesto en guardia a José. Todos ellos la miraban con recelo, incluso algunos se atrevían a llamarla “ramera del diablo” a sus espaldas. Sentía odio hacia aquellas personas que le hacían huir de nuevo, después de todos los esfuerzos que habían llevado a cabo para fundar una comunidad cristiana en aquellos parajes. Pero lo primero era la niña. El santo grial, el alma de Jesús resucitado. La semilla nacida de su amor, concebida justo antes de la traición. De su supervivencia dependía que todo aquello siguiera adelante. Que la sangre de Cristo no se perdiera olvidada en los recovecos de la historia.