jueves, 1 de octubre de 2009

EL AVIÓN QUE NO SABÍA VOLAR SOLO

Cada vez que Roberto se montaba en un avión experimentaba una secreta satisfacción. Un agradable hormigueo le recorría la columna vertebral mientras esperaba nervioso el momento en que sus pies ascendieran hasta los diez mil metros de altura. Desde pequeño había sentido fascinación por volar, hasta el punto de que sus mejores recuerdos eran los de los días que su padre le llevaba a una pequeña campa al lado del aeropuerto para ver como despegaban y aterrizaban, en palabras de su progenitor, aquellas “cafeteras voladoras”. Pablo, su padre, nunca llegó a montar en uno de ellos, y era el deseo de lo inalcanzable, el precio de un viaje en avión en aquella época estaba totalmente fuera del alcance de su bolsillo, lo que le generaba aquella atracción.
Roberto heredó aquel anhelo, hasta el punto que con los años y su esfuerzo aquel deseo infantil acabó haciéndose realidad. Cuando llegó el momento, entro en la escuela de aviación y se hizo piloto de líneas aéreas. Paso de ver con ojos de niño las maniobras de aquellos enormes pájaros de acero a llevarlas el a cabo el mismo. Como le gustaba recalcar, era de los pocos afortunados que compaginaban trabajo y diversión en una actividad.
En aquella ocasión, en cambio, era un simple pasajero. Se acaba de casar, e iba de viaje de novios a Cuba. Él había estado en multitud de ocasiones en la isla bonita, no así su mujer. De hecho, era la primera vez que ésta iba a viajar en avión. La ilusión que veía en los ojos de su Trini le emocionaba, y le traía recuerdos y añoranzas de tiempos no tan lejanos.
El retraso de dos horas dibujó una sonrisa cómplice en su cara mientras el resto de pasajeros, airados, protestaban por la tardanza. La explicación fue confusa. Parecía que había habido problemas técnicos en la nave que estaba prevista para el viaje y la habían sustituido por otra.
Cuando les llevaron desde la terminal hasta el avión en autobús le sorprendió su aspecto. No sabía si por la falta de luz, era ya de noche, pero le daba una imagen de poco cuidado. No le pareció normal en la compañía, Air Panda, en la que había pilotado en infinidad de ocasiones y le parecía una firma seria. En cuanto entraron la sensación distó mucho de mejorar. El interior no se veía mejor. Los asientos estaban con los apoyabrazos en mal estado, televisiones que no funcionaban, y audios defectuosos. Una de las azafatas que le reconoció, no en vano habían tenido algún escarceo amoroso en el pasado, poniendo cara de circunstancias, le dijo aquello de “ya sabes, la crisis”.
A su mujer, que no estaba habituada a las comodidades de aquellos aviones transoceánicos, nada de aquello le llamó la atención. Hasta la revista del avión, propaganda pura llena de artículos inútiles a precios desorbitados, le encantaba. Empezó a ojearla, mientras era incapaz de borrar aquella sonrisa de colegiala de su cara. A Roberto se le caía la baba por momentos mientras la observaba. Intentó borrar de su mente aquellos contratiempos, y, teniendo en cuenta que la noche de bodas había sido larga y cansada, se acomodó en su asiento, al que por cierto le fallaba la reclinación, y se quedó dormido en el acto.
El ruido que le despertó tres horas después hizo que el terror le asaltara por primera vez en su vida dentro de un avión. Un ronroneo suave, pero persistente, salía de la turbina izquierda. Su ubicación, justo al lado del ala, y sus conocimientos profesionales, le hicieron ver enseguida una verdad espeluznante. Aquel motor estaba a punto de pararse por un fallo eléctrico. Mientras intentaba calmarse, observó al resto de pasajeros. Nadie más parecía ser consciente de la situación, ya que a su alrededor la gente charlaba animadamente. Sin dudarlo, tomó una rápida decisión. Su instinto de piloto sustituyó con rapidez a aquel pánico de recién casado. Con paso firme se dirigió a la cabina de mando. Quería conocer de primera mano la situación del avión.
Al pasar por el espacio destinado al descanso de las azafatas le sorprendió no encontrar a ninguna de ellas en sus puestos, pero siguió hacia delante. Su objetivo era hablar con el capitán. Abrió la puerta de la cabina sin dificultad, y entró con decisión en el pequeño habitáculo. Su aplomo volvió a hundirse en cuanto puso un pie en la cabina. No encontró a nadie. El avión volaba con el piloto automático a una velocidad y altura constantes y controlada tan sólo por el ordenador de a bordo. Una luz roja intermitente anunciaba el fallo del motor izquierdo. El derecho funcionaba a pleno rendimiento soportando una sobrecarga. Según el ordenador esta situación sólo podría mantenerse por otra hora como mucho, después el motor derecho empezaría a mostrar síntomas de alarma y a reducir su capacidad actual.
Roberto volvió sobre sus pasos buscando a alguien de la tripulación mientras el pánico de recién casado volvía a abrirse paso por momentos. Fue en vano. Tampoco encontró los chalecos salvavidas. Sospechando lo insospechable se sentó en la butaca del capitán dispuesto a pilotar, a hacer lo mejor que sabía hacer en la vida.
Dentro del avión el resto de los pasajeros empezaban a impacientarse. Sus reiteradas llamadas a las azafatas no recibían ninguna respuesta. Algunos se levantaban de sus asientos y recorrían los pasillos, otros alzaban la voz. Cerca de uno de los servicios varios pasajeros hablaban quejándose del servicio sin percatarse de la realidad que estaban viviendo. Viajaban en un avión en el que la tripulación en pleno había desertado. Sin duda, el no tener el periódico preferido o el que no les proporcionasen la mantita de rigor era el menor de sus problemas… y estaban a punto de descubrirlo.
Trini dormitaba en su asiento. Era su primer vuelo y viajaba tranquila y segura. “¿De qué tengo que preocuparme?” le había dicho en bromas a Roberto antes de embarcar “Mi marido es el mejor piloto del mundo, chaval”.
Roberto manipulaba los mandos lo mejor que sabía pero era consciente que esa situación no era estable y que el tiempo corría en contra de él. Unos minutos antes había juzgado duramente a los pilotos y a las azafatas por haber desaparecido dejando el avión en manos del destino, pero ahora, viendo como se complicaba todo, empezó a pensar que era más que razonable intentar salvarse y salvar, desde luego, a su Trini.
Sin más preámbulo su mente tomó una decisión. Recuperando la seguridad, se dirigió a buscarla. En el recorrido de unas decenas de metros pudo ver al resto de los pasajeros, cada más alterados e indignados con la ausencia de las azafatas. Le pareció que si llegaban a enterarse de lo que realmente estaba ocurriendo la emergencia se multiplicaría por mil y las posibilidades de salvar a su mujer y a si mismo descenderían hasta llegar a cero. Decidió actuar con prudencia. Llevó a su mujer a la cabina de pilotaje y le explicó la situación de la manera más suave pero directa que pudo.
Mientras se explicaba, su mujer le miraba confusa, aparentemente aún medio dormida. La noticia era demasiado fuerte e impactante para asimilarla en tan poco tiempo. Roberto empezó a barajar darle un cachete para que reaccionara, cuando, de repente, a la vez que una espuma verde se vislumbrada por entre sus labios, su garganta empezó a emitir un gorgoteo entrecortado. Roberto la miró extrañado, y justo cuando sus labios iban a pronunciar unas palabras de preocupación, el cuello de Trini hizo un giro de 180º y dándose la vuelta comenzó a volver a la zona de pasajeros, mientras su mirada no se apartaba de él. Roberto, que veía aquella escena horrorizado, pudo observar como unas llagas supurantes comenzaban a formarse en las anteriormente perfectamente torneadas piernas de su amada. Por primera vez en el día deseó que se hubiera puesto unos vaqueros en vez de aquella falda tan sexy.
Mientras todo aquello sucedía y Roberto se sumergía en un estado de confusión absoluto, una especie de moho pulverulento que estaba situado encima suyo empezó a caerle de manera tenue pero persistente. Roberto, incapaz de prestar atención a nada que no fuera aquella terrible imagen de su mujer, no prestó atención al moho hasta que, repentinamente, y consiguiendo por fin que sus esfínteres y estomago se soltaran, un pequeño chucho de ojos enormes surgió aparentemente de la nada y se abalanzó sobre él al grito de MUEVE TU CULO DE HAY SI NO QUIERES ACABAR ABDUCIDO.
Es probable que fuera más la impresión que el empuje canino, bastante endeble dado el tamaño de Chichi, tal era el nombre del can, lo que hizo que Roberto cayera de bruces hacia atrás alejándose de aquel moho del espacio exterior.
Lo siguiente que vino no le sorprendió menos que lo ocurrido hasta entonces. Chichi, aquel perro parlanchín, le puso en antecedentes. Aquel moho era una pequeña avanzadilla de una especie alienígena bastante asquerosa y desagradable que venía a colonizar la tierra. Él, como habitante del planeta Caniter, y aliado de la raza humana, estaba allí infiltrado para intentar detener aquella amenaza.
A Roberto la cabeza le empezó a dar vueltas ante aquella estrambótica situación. Lo único que fue capaz de pensar es que quizás la vida de casado no se había hecho para él. Intentó mientras tanto alejarse de aquel moho que parecía seguirle poco a poco cuando de repente, una imagen borrosa de su mujer empezó a dibujarse difusamente en su campo de visión.
–Despiertas ya, cariño – le pareció entender que le decía Trini, con una cara, que, a pesar de no dar vueltas ni supurar moco verde, le daba bastante más miedo que la de hacía un rato.
Roberto abrió los ojos, desorientado, y comprobó que estaba en la cama del hotel que habían alquilado para pasar la noche de bodas.
–Mueve ese culo, gandul, que todavía perdemos el avión – el mohín que se dibujaba en su cara no dejaba lugar a dudas sobre el cabreo que tenía –. Y dúchate, que después del espectáculo que nos distes en la boda, tienes que tener una resaca de muerte. Menuda vergüenza pasaron tus padres, majete. Por no hablar de Papa, que después de dos copas de más y tu streap-tease me soltó que siempre había sabido que los del SEPLA erais unos cabrones.
Roberto, desorientado, y, con, efectivamente, una resaca de espanto, intentó pensar en la noche anterior. Sólo recordaba haber bebido una copa con un amiguete cubano que había venido de la isla para su boda. Traía con él una botella de ron que el mismo llamaba “matapuños”, y que tenía un olor a menta muy rico. Desesperado, empezó a buscar de nuevo a Chichi. Aquella pesadilla le gustaba más que la que tenía ahora…