jueves, 3 de enero de 2008

DILUVIO INTERIOR.


Marcos observaba tras la ventana como aquel aguacero de otoño oscurecía el día. Ensimismado se enjuagó una lágrima sin notarlo. Su vista estaba fija en el columpio vacío del fondo del jardín. La lluvia se había hecho tan intensa que apenas se distinguía, aún así él lo veía perfectamente. Con la vista, a veces, y con el corazón todo el rato. Fuera el ruido de la tormenta arreciaba. Dentro retumbaba el silencio. Y el eco. El eco de los recuerdos grabados en su memoria. El primero de todos, el del amor con el que había inundado aquella casa junto a María el día en que llegaron. El eco de la ternura, de las caricias, de las palabras salidas de lo más hondo del corazón. Mezcladas con ellas también se intuían los sonidos de los juegos prohibidos: respiraciones agitadas, murmullos furtivos llenos de pasión y deseo. Después, nueve meses más tarde, un nuevo eco se destacaba sobre todos los demás. Era el sonido de los llantos infantiles, de las reprimendas y los abrazos, el de los juegos. El eco de la risa inocente de Silvia, su hija.

Y luego, sin solución de continuidad, el comienzo de la oscuridad. Aquel columpio. La advertencia de María. "Ese columpio es peligroso Marcos. No la dejes jugar en el", mientras ella se dirigía al trabajo. Él asentía sonriente, despreocupado. Entre los muros de aquella casa nada malo podía suceder. Pero sucedió. Fue de repente, sin previo aviso. Fruto del descuido, de la desidia. Y como resultado, la injusticia de la muerte. La desgracia absoluta. La mirada perdida de María mientras se llevaban a la niña al tanatorio. Y su silencio ante sus balbuceantes excusas. El desgarro interior que separaba y rompía almas. Nunca nada podría ser igual.

"Ningún Padre debería enterrar a su hijo". El cura. La iglesia. El luto. Guardar las apariencias. La compostura, los pésames, las palabras de ánimo. Y luego... la nada. El odio en los ojos de ella el día que se fue. En el dolor de María no había sitio para el perdón. En el suyo tampoco.

En cuanto la soledad le envolvió, comenzó un lento pero inexorable camino hacía la autodestrucción. Sólo la bebida acallaba el dolor, sólo el whisky le daba un respiro. Entre trago y trago el tiempo se hacía cada vez más interminable, con lo que la botella cada vez se acababa antes. Poco a poco su antigua vida fue disolviéndose en el inmenso océano de alcohol y sufrimiento en que se había convertido su existencia.

La carta de despido del trabajo no tardó en llegar. El tren no podía esperar más. Él se había bajado conscientemente, tirándose a un banco de la estación a digerir su dolor. La vida no paraba y el no tenía ganas de vivir. La noche se fundía con el día y el tiempo dejaba de ser algo coherente. Momentos indeterminados marcados por el timbre de la casa, que le recordaba que alguien aún se preocupaba por él. Lo ignoró, de manera repetida y eficaz, hasta que llegó el momento en el que dejó de oírse. Definitivamente solo, directo al plan final. Morir arrollado por la vida.

Hace cuatro horas que había vuelto en sí, de repente, a punto de ahogarse en su propio vómito. Después de reponerse se había arrastrado hasta la cama, muerto de miedo, incapaz de quitarse de encima la sensación de ahogo y asco, aunque resuelto a dormir para no despertar más. Por desgracia el ruido de la lluvia lo había devuelto a la consciencia, acercándolo hasta aquella ventana. A rumiar su desesperación, una vez había empezado a oír, fastidiado, una tenue voz que le susurra al oído que no quería morir. Ni morir ni vivir, pensó aburrido. Cómo si hubiera más posibilidades.

Un trueno le hizo regresar a la realidad. Volvió a llevarse la mano a los ojos, y esta vez comprobó con sorpresa que dentro también llovía. Un llanto purificador. El primer signo de esperanza.

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