sábado, 21 de junio de 2008

AMENTIA

El caballero observa con inquietud la corona. Está exhausto. Todo el cansancio de aquellos últimos días de contienda se desploma sobre su espíritu en cuanto la mira. Es un hombre ya maduro, aunque todos aquellos ásperos años de lucha no han podido borrar del todo la vitalidad y el idealismo del joven que fue. Sin embargo, la responsabilidad y el cansancio, de los que hasta ahora no ha sido muy consciente, junto al horror de tanta sangre pesan demasiado. Siente que la culpa le ahoga y para aliviarla decide deshacerse de todo lo que la representa. Al quitarse la armadura, el cansancio se amortigua; cuando se deshace de la espada, aún manchada de sangre, todas las atrocidades que ha cometido en nombre de la libertad se difuminan un poco.
Hace apenas unas horas que la guerra ha finalizado. En el campo de batalla el enemigo aún yace exterminado. Lo que queda de su ejército no es más que un puñado de guerreros dispersos, exhaustos y desesperados que buscan alguna cara amiga entre aquel holocausto de cadáveres. La muerte los rodea por todos los flancos. Conservar la vida ha sido un ejercicio de destreza, instinto y suerte a partes iguales.
En los últimos veinte años, mientras avanzaba por el país capitaneando aquel ejército de infelices, nunca ha dudado mientras iba ganando terreno, al enemigo, a las traiciones y al cansancio. Y ahora que sus anhelos se han visto cumplidos y por fin se halla ante Amentia, la corona que representa al trono, al pueblo que tanto ama y que quiere guiar, se siente inseguro.
Suspira e intenta borrar aquel torbellino de pensamientos de su mente. Se da cuenta de que está nervioso y asustado, pero su determinación es firme. Por fin está allí, en el centro de la gran sala del viejo castillo abandonado. Hace trescientos años que nadie se corona rey de Lea, su patria. Su reino. El último rey, envenenado por su propio hijo, maldijo mientras agonizaba el trono. Después de aquello se han sucedido las guerras y los pretendientes, pero nadie ha sido nombrado rey.
La maldición del antiguo monarca era simple. Sólo aquel que tuviera humildad en su corazón podría ser ungido. Sólo aquel digno de llevar la corona sería rey. Muchos han llegado hasta aquel salón antes que él, tras de salir victoriosos en el campo de batalla, pero todos los que osaron coronarse habían perdido la razón al hacerlo.
Debido a la falta de rey el país ha estado sumido en el caos durante todos estos años. Los ejércitos victoriosos, después de perder a su líder en el castillo, caían en disputas por ver quién gobernaba el país y, aunque finalmente alguien conseguía el poder, la falta de legitimidad ha hecho que las regencias fueran cortas y tumultuosas. Por desgracia, la escasa estabilidad conseguida en estos tres siglos ha sido causada por despóticas tiranías, como la última que ha sacudido al país.
Se arma de valor, y avanza pero la duda le hace detenerse de nuevo. ¿Es él humilde de espíritu? Alguien que ansía el poder difícilmente puede serlo. Sin embargo, él lo desea para impartir justicia; para que su pueblo, que desde hace años sufre el yugo de una regencia tiránica, vuelva a sonreír. Al fin y al cabo él es parte de ese pueblo. Hijo de un molinero, se había visto obligado a huir cuando su aldea fue arrasada por negarse a pagar unos impuestos abusivos. Poco a poco, lo que había sido un pequeño grupo de rebeldes se había vuelto un ejército; lo que empezaron siendo pequeñas escaramuzas desembocaron en una auténtica guerra civil. ¿Quién puede ser más humilde y más digno de aquella corona que alguien surgido del propio pueblo al que representa? No lo sabe. Tampoco sabe si aquellos años de esfuerzo han merecido la pena. Si es digno de la confianza que han depositado en él todos los que aguardan con ansiedad su regreso, y aquéllos que quedaron en el camino. Muchos rostros amigos cruzan por su mente. ¿Es él merecedor de todo aquel sacrificio?
Respira hondo y por fin se decide. Se acerca con temor hasta ella. Amentia reposa sobre un pedestal cubierto con una tela de terciopelo en el centro de la gran sala. Es de color negro alabastro. Su hermosura llama su atención y durante unos segundos siente que su mente es arrastrada hacía aquella espesa negrura. El instinto le hace cerrar los ojos. Cuando los vuelve a abrir, se cuida de mirarla de frente. Avanza con precaución.
Cuando se halla ya a escasos centímetros, todo aquel cansancio y miedo le vencen. Siente la inmensa fuerza de la corona y, recordando más que nunca sus orígenes humildes, comprende que no es digno de ella. Ha cometido demasiadas atrocidades; ha infligido demasiado dolor para serlo. Se arrodilla lleno de respeto y temor.
Sin previo aviso, el espectro del último rey coronado se materializa ante él y con solemnidad le ciñe la corona. Mientras lo hace, una voz estruendosa retumba por todo el castillo hasta llegar al cercano campo de batalla.
“Ningún rey se corona a sí mismo, caballero. Siempre ha de ser investido por otro, de rodillas y desarmado, como respeto al pueblo que representa. Vos sois el esperado. ¡Viva el nuevo rey!”